¿El último show?
por Christian Wiener Fresco
“¿Qué es la vida? / Una ilusión, una sombra, una ficción. / Que el mayor bien es pequeño, / que toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son. (…) / Sueña el rey que es rey / y vive con este engaño mandando / disponiendo y gobernando; / ¡disponiendo y gobernando! / Y este aplauso que recibe prestado, / en el viento escribe, / y en cenizas le convierte la muerte…”
La política siempre tiene un grado alto de teatralidad, de impostación, de puesta en escena. Eso lo saben bien los políticos como los hombres y mujeres de las tablas. La diferencia es que los segundos saben que cuando actúan, interpretan personajes, mientras los primeros terminan siendo sus personajes, entregados al mismo las 24 horas al día que están bajo los reflectores de los medios y la auscultación de sus opositores.
Alan García, que era un animal político, como gustan decir sus panegiristas, llevaba esa teatralidad a los extremos, con una vocación por el dramatismo y la aparatosidad verbal y gestual en sus presentaciones públicas, que durante buen tiempo encantó a gran parte de la población, hasta que muchos se aburrieron de la representación y terminaron dándole la espalda.
Su sentido de la teatralidad no tenía nada que ver con el distanciamiento crítico brechtiano, que busca apelar a la inteligencia del espectador, sino con el drama barroco y la catarsis, heredera del siglo de oro español de Lope de Vega y Calderón de la Barca, el de “La vida es sueño”. Su filiación se entronca también con los grandes dramas y epopeyas de la ópera, en especial italiana, y por eso mando construir, saltándose el SNIP, el Gran Teatro Nacional, uno de sus pocos legados incuestionables para la posteridad.
En América Latina el equivalente popular de la ópera es el melodrama, el género de las lágrimas y la desmesura dramática, que como bien dice Monsiváis, en nuestra tradición continental se llega a la experiencia política en ese formato: “el país sufre y nos necesita, el inocente va a ser sacrificado, la culpa de todo lo que nos acontece cabe en una foto y en unos rasgos faciales específicos.” No por nada el gusto frecuente de García por cantar valses, rancheras y tangos, que son nuestros canticos griegos al sufrimiento irredento del pueblo, castigado por la demagogia de los gobernantes y su amor no correspondido. Ya más viejo, sin ínfulas del joven contestatario de su primer período y convertido más en agente de inversiones que gobernante, bailaba a ritmo de salsa que “la vida es un carnaval”, porque era la hora de las máscaras y del disfrute de la bonanza de los minerales, no importando si todo terminaba, como así fue, en una inmensa corrupción.
El estilo operático en un gobernante requiere de un personaje egocéntrico y colosal como era García, cuyo verbo y poses se alimentaron de su maestro Haya, pero también de Perón, Gaitán, Cárdenas, Mussolini y Felipe González; entre otros políticos oradores a quienes en muchos aspectos supo superarlos. Sus balconazos fueron más que baños de popularidad, la necesidad del personaje por la escenificación desbordada como una elegía, que arranca aplausos y la devoción entregada de la multitud. Por eso, cuando esos aplausos y vivas se trocaron en pifias y botellazos, el personaje no sabía cómo reaccionar, buscando huir del escenario, sea en el extranjero, o finalmente de la vida.
Lo más terrible era cuando el personaje tenía que interpretar al gobernante en funciones y le tocaba tomar decisiones que podían implicar la vida o muerte de muchas personas. Como sucedió en la masacre de los penales en 1986, en donde siendo consciente lo que su orden de develamiento podría implicar –porque se lo advirtieron algunos de sus propios asesores y allegados-, prefirió el arrebato criminal ya que, como se dijo y nunca se desmintió, estaba siendo cuestionada su autoridad, y que le quitarán el protagonismo frente a la comunidad internacional (en esos momentos en Lima se celebraba el Congreso de la Internacional Socialista) y eso, cual rey Nabucco, no lo podía permitir. Tal vez la masacre de Bagua, como muchos otros eventos sangrientos de sus mandatos, tengan similar origen. Al fin y al cabo se trataban de indígenas, ciudadanos de segunda categoría, o extras de su gran epopeya.
Y como todo melodrama que se respete, el de Alan no podía estar exento de engaños, sexo y una monumental hipocresía social y religiosa, como cuando escenificó la confesión de su infidelidad y paternidad extramatrimonial en pleno siglo XXI con su todavía formal esposa al lado, abnegada y silenciosa, como debe corresponder a las damas según el mandato moral del siglo XIX.
Finalmente cuando la justicia comenzó a cercarlo, luego de haberla evadido tantas veces (lo que es otro giro frecuente del melodrama), y ya si más amigos que los fieles de siempre, optó por la salida más estruendosa y operática, con un tiro en la cabeza en la soledad de su cuarto y con la policía al lado, porque, claro, el personaje no se podía despedir como cualquier protagonista de cuarta, olvidado y refundido en la misma prisión que los mediocres y de "miserbale existencia" que lo antecedieron y continuaron en el gobierno. Y creyéndose hasta su epitafio una figura de Verdi, pero más del Indio Fernández o Hugo del Carril, dejar su cadáver “como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios”.
No extraña que muchos no crean su repentina muerte, amigos y enemigos, porque los personajes de la ficción no mueren más que en la escena. El telón, sin embargo, parece efectivamente haber caído en esta tragedia limeña con el actor principal sacrificado en su megalomanía. Y “sus ojos se cerraron, y el mundo sigue andando”, como cantaba Gardel.
Escrito por
Comunicador Social, catedrático, renegón de la política y convencido de la necesidad de cambios, empezando por uno mismo