Humala: traición y hundimiento
Christian Wiener F.
Hace cuatro años, buena parte del Perú esperaba con ansiedad el cambio anunciado con la elección en segunda vuelta de Ollanta Humala un mes antes. Es cierto que para entonces OH ya había dado algunas muestras del viraje político que estaba en marcha como candidato y presidente electo, con los anuncios de ratificación del Presidente del BCR y del ministro de Economía, en la más pura ortodoxia del MEF y para tranquilidad de la CONFIEP . Otra muestra no menos significativa, por lo simbólica, fue presentarse como católico devoto después de una visita al Cardenal, máximo exponente de la reacción en la propia Iglesia. Muchos consideramos que esas eran concesiones peligrosas pero inevitables de la llamada “hoja de ruta” de la segunda vuelta, que requería el nuevo gobierno para no verse asfixiado por los poderes facticos en un inicio, pero que se podrían contrapesar con la importante presencia de buena parte de la izquierda y el apoyo de organizaciones populares y regionales que se habían sumado a la esperanza de cambio que implicaba el candidato nacionalista
Pese a las amenazas catastrofistas de la gran prensa y sus voceros, como se ha señalado, la coyuntura del 2011 era ideal para algún tipo de cambio en el país, aunque fuera mínimo y sin siquiera llegar en su totalidad al programa de la “gran transformación” de la primera vuelta, pues el Estado disponía de recursos, y había un contexto de gobiernos progresista en la región y un Estados Unidos debilitado por la crisis económica, como pocas veces antes en la historia. Pero lo más importante era el estado de ánimo de cambio en la mayoría de la población, que se había expresado reiteradamente en las urnas, y que esta vez confiaba que al candidato que habían demonizado los medios y que se había presentado en los años anteriores como tenaz opositor a la mayoría de acciones de los anteriores gobiernos, no los iba a defraudar con otra traición.
La traición sin embargo se produjo, y fue más dura que las anteriores ilusiones derrumbadas porque finalmente tanto el Fujimori de 1990 como el Toledo del 2001 fueron advenedizos que parecían haber logrado su destino político gracias a la coyuntura política, a diferencia de Humala que buscaba forjar un espacio de crítica e incluso enfrentamiento de algunos de sus más notorios dirigentes al consenso inmovilista y en crecimiento (para algunos) del Perú del siglo XXI. Lo que se expresaba en los discursos de campaña en diferentes plazas del país, prometiendo agua antes que oro, mejora de salarios, atención al agro, defensa del medio ambiente, impulso de la pequeña empresa, baja en los costos del gas, y hasta ampliación de los derechos civiles, como el caso de la población LGTB y respeto a los derechos humanos y reparación a las víctimas de la violencia.
Algunos pudimos pensar que la juramentación por la Constitución del 79 en la toma de mando anunciaba una decisión real de empezar a cambiar las cosas del status quo heredado del fujimorismo, pero luego de ello nada se hizo para pasar del gesto a la acción. El punto de inflexión fue a los cinco meses de gestión con el conflicto de Conga que llevó a la salida del gabinete Lerner y la ruptura con el sector de izquierda en el gobierno, así como el cambio de una estrategia de diálogo y negociación con las organizaciones populares a la pura y simple represión. Ruptura que fue celebrada por la derecha y sus medios, saludando la “madurez” de quien hasta hace poco era casi el demonio, aun después de haber asumido el mando, y a quien no le perdonaban una para atacarlo, como no lo hicieron con su antecesor en el cargo. Luego, ya convertido en un gestor de más de lo mismo, Humala se rodeó de tecnócratas como supuesto sinónimo de eficacia administrativa, militares retirados y algunos de los cuadros más grises y obsecuentes del nacionalismo, conforme los otros se iban distanciado o los iban marginando en Palacio sin prisa pero sin pausa. Fue el momento en que parecían apostar todas sus fichas a la posibilidad de reelegir a la pareja presidencial, confiados exclusivamente en su carisma porque las propuestas de cambio eran, a estas alturas, letra muerta. Lastimosamente para sus aspiraciones, fue la propia Nadine Heredia la que se encargó de hundir esa posibilidad con su descarado intervencionismo en el gobierno de su marido, asociado además a los puntos de vista más neoliberales del MEF, lo que no impidió que después le cayera el fuego graneado de la derecha y sus medios.
El gobierno de Humala llega a su último año de gobierno con muy poco para exhibir, flanqueado tanto por las derechas y sus medios deseosos de enterrarlo como escarmiento para cualquier otro futuro candidato que se quiera presentarse como “antisistema”, y del otro lado, los sectores populares y de izquierda frustrados y movilizados por la traición experimentada. Entre eso poco rescatable se cuentan algunos pequeños intentos de reforma mediatizadas como la Ley Universitaria y una mayor inversión en educación y salud, pero sin romper la inercia privatizadora ni impulsar la necesaria reivindicación de la función docente, así como de otros profesionales, antes que seguir estigmatizándolos. Igualmente en el caso de los programas sociales y la ayuda a los sectores más pobres por parte del Estado (que llevo a crear un ministerio exclusivamente para ello) los resultados se resintieron por creer ciegamente en la eficacia tecnocrática y su dadiva individualista, y no en la organización comunitaria, produciéndose graves casos de corrupción como los empleados del Banco de la Nación en Cajamarca.
Finalmente hemos llegado a la situación actual, con un gobierno debilitado y disminuido a su mínima expresión, con las manos manchadas de sangre, y que ha perdido a gran parte de su bancada y el control del Congreso, rodeado de tecnócratas sin manejo político o que lo eluden convenientemente para no “quemarse” por su inquilino ocasional, y encima acosado con cargos de corrupción amplificados por la concentración mediática, que parecen de poca monta frente a gobiernos anteriores, pero minan la última base de su campaña que era la de “la honestidad para hacer la diferencia”.
¿Por qué acabó de esa manera Humala? Por propia decisión y responsabilidad. Tuvo la oportunidad de marcar la diferencia, pero no lo hizo, no sabemos si por temor, incapacidad, cálculo, acomodo o lo que fuere. Lo cierto es que creyó que el triunfo electoral le autorizaba hacer lo que fuera, optando por el continuismo con la creencia de que pasaría piola con el piloto automático y un poco de asistencialismo, pero la vida no perdona a los traidores y más temprano que tarde, cuando la economía empezó a caer, la violencia cotidiana a desbordarse y su escaso poder a menguar, los que creía sus nuevos aliados no solo le dieron la espalda sino que arreciaron los ataques, y solo le quedaron los incondicionales e impresentables como Urresti, y un lugar insulso y desperdiciado en la historia en minúscula. Eso sí, queda también una lección para los demás, que ojalá haya sido esta vez aprendida, y es que nunca más confiemos en caudillos sin programas, partidos ni principios. La próxima vez, la consecuencia y el cumplimiento de la palabra empeñada, tiene que ser la diferencia
Escrito por
Comunicador Social, catedrático, renegón de la política y convencido de la necesidad de cambios, empezando por uno mismo